Detrás de la máscara…
Desde que el hombre es hombre, tribal por naturaleza, las máscaras han formado parte de él de una u otra forma como símbolo potente de poder, protección, fuerza, salud, estatus o magia sólo por citar algunos de los muchos significados alegóricos posibles que ha tenido y aún tiene. Hoy, en pleno siglo XXI y en plena salida o vuelta atrás de una de las tantas pandemias que el futuro podrá depararnos (todo depende de nuestra actitud, de lo que aprendamos y de nuestra capacidad de sacrificio y de respuesta a las mismas), el ser humano vuelve de nuevo a sus orígenes más ancestrales con su uso. Un uso moderno, pero un uso.
La etimología de la palabra “máscara” parece ser un tanto difusa, pero lo que se sabe a ciencia cierta sobre ella es que nuestra lengua incorpora dicha palabra a su vocabulario del árabe “más-hara”, que significa payaso, que a su vez procede de “Sáhara” y este vocablo de “sahir” que significa llanamente “el que burla”. Así, la palabra máscara hace referencia claramente a una treta, un engaño o un artificio creado únicamente con el propósito de burlar la realidad.
Concebidas en su origen con una finalidad sobre todo religiosa, en su fuero interno, cualquier máscara posee un uso y un sentido social o cultural que ha ido cambiando según el momento de la historia. Una máscara siempre ha delatado si su pueblo era agresivo, o abierto y afable, evidenciaba su ideología y su moral, su pensamiento y sus creencias. Existían diferencias, pero también rasgos comunes en las motivaciones para su uso. Lo que queda más que claro es que siempre han sido una forma de comunicación con uno mismo pero también con el otro, ese que desconoce lo que la máscara esconde.
El uso de la máscara encierra toda una realidad virtual, un mundo lleno de posibilidades y de fantasías alejadas de la mundana existencia. Transforma la mente del hombre, que puede adoptar el rol que desee, transformando su cuerpo, sus gestos y su forma de interactuar con el otro. Sin embargo, tapa el rostro, que es nuestra mayor fuente de expresión y belleza en la actualidad. Oculta aquello que caracteriza a primera vista a cada ser humano, silenciando su singularidad, sus particularidades, sus individualismos y originalidades. Así, asistimos posiblemente a una de las mayores ironías del comportamiento humano de toda la historia: en un mundo que crea realidades virtuales constantes a través de las redes sociales, Internet, Apps, videojuegos y videoconsolas, obsesionados con escapar de la cotidianidad y vivir realidades alternativas donde podamos ser quienes queramos ser, hace ahora lo imposible por huir del uso de la máscara impuesta por salud y solidaridad. Hemos estado encerrados en casa delante de la pantalla del ordenador fingiendo ser quienes no éramos durante años. Ahora, con la posibilidad que ofrece la máscara de ser otro, la rechazamos de pleno. Todo un sarcasmo.
¿Será que la propia realidad nos ha burlado a nosotros, los etnocéntricos seres humanos, mofándose por completo de nuestras ridiculeces? O quizá sea la evidencia más palpable en la actualidad de la escasísima solidaridad que existe entre los hombres en el mundo, del individualismo brutal y apabullante de esta época que viene siendo el primer plato de la mayoría. Sírvase bien frío.
Ahora, la máscara, el principal medio de protección personal que tenemos a nuestro alcance, es desechado, nunca mejor dicho, por rebeldía a la norma y a la obligación, por egoísmo puro y duro, por falta de conciencia de uno mismo y del otro, por exhibicionismo, por la ausencia total y absoluta de fraternidad, unión y camaradería.
Como símbolo, sí, pero de la falta de adhesión al grupo, de la falta de colaboración y de apoyo mutuo. Como símbolo de la desunión, el desorden y el caos que gobiernan nuestras mentes en estos tiempos, sabiendo que el otro tiene más posibilidades de “caer” si no se usa. Todo un gesto que habla por sí solo. Las máscaras siempre han sido potentes fuentes de demostración personal interna. Las de esta época no iban a contar menos. ¿Qué Dios ancestral dijo que valdría la pena?