Una realidad en stand-by
Dicen que el que no arriesga, ni gana ni pierde. Yo personalmente estoy de acuerdo con el famoso dicho. La vida y mi experiencia en ella así me lo demuestran diariamente.
Y es que, en cierta forma, creo que las personas que se arriesgan son las que verdaderamente pueden considerarse libres, pues el camino contrario sólo lleva a callejones sin salida, a círculos viciosos y a ataduras difícilmente sostenibles en el tiempo. Creo que al final, como consecuencia última de no arriesgar, uno termina encadenándose a situaciones de las que, en la mayoría de los casos, no se sabe bien ni cómo salir. Y bien pensado, también costará admitir como llegó uno a ese círculo tormentoso que ahora le envuelve.
De alguna forma, la persona que no arriesga se vuelve esclava de la circunstancia que vive, perpetuando eternamente una realidad en “stand-by”, una realidad que no genera movimiento en ninguna dirección, en ningún sentido. Y admitámoslo, no hay nada peor que eso.
Está claro que el que intenta se arriesga al fracaso, pero también al éxito. Y desde luego sin riesgo no hay evolución personal. Tampoco crecimiento o aprendizaje. Aquí muchos empezarán a pensar en ese concepto tan en boga ahora en la actualidad llamado “zona de confort”. Pero no confundamos términos por favor. Suele ocurrir que la gran mayoría de los tecnicismos que llegan por modas infundadas y vanguardismos ilustrados –pero en el fondo catetos- al vocabulario de la calle, acaban desvirtuándose por el uso masivo, incorrecto y sin ton ni son que se hace de ellos.
La famosa zona de confort es un término que lleva a engaño, pues el confort se asocia con la comodidad y el bienestar personal y, sin embargo, una persona que no se mueve de la zona de confort es una persona que no se atreve a cambiar el estado en el que se encuentra -por pésimo que éste sea- por miedo, comodidad o por ambas razones al mismo tiempo. El concepto hace referencia por tanto al hecho de acomodarse, de perpetuarse en un entorno gris que no aporta nada a la persona, todo ello mezclado con un poco de resignación y conformismo que el propio individuo genera o bien trae ya de serie. Y aquí no estamos hablando de eso.
Si lo miramos bien, arriesgarse en la vida tiene enormes beneficios para el supuesto temerario. Por un lado, hace que la confianza en uno mismo y en las propias posibilidades aumente de forma considerable, pues lo importante aquí no es tanto el resultado como la capacidad de atreverse y los cambios que se generan en el propio interior de la persona y en el ambiente externo que le rodea. Por otro lado, el hecho de enfrentar situaciones completamente nuevas hace que el cerebro se obligue a desarrollar respuestas directas a situaciones muy concretas, lo cual supone un incremento considerable de la propia creatividad personal. Y por supuesto, correr riesgos hace que aprendas lecciones muy útiles para la vida, unas más positivas que otras, pero siempre provechosas al fin y al cabo.
Por ello, no hay que temer a los cambios. Muy al contrario, no está de más provocarlos, suscitarlos y encararlos con el mayor de los optimismos y de las ilusiones posibles, pues los cambios y los riesgos que asumimos con ellos, generan novedad en la vida de cada ser humano, además de versatilidad y una enorme transformación personal asociada a un orgullo positivo por haber sido capaz de hacerlo. Y es que la mayoría está equivocada. No sobrevive el más fuerte. Sobrevive el más apto, es decir, aquel que con lo que posee y sin miedo a usarlo por descabellado que parezca, se adapta mejor a los cambios y genera una mejor respuesta a las alteraciones constantes de la vida. Algo así como una metamorfosis personal continua, como la mariposa que increíblemente sale de la oruga. ¿Y acaso no es mágica y maravillosa esa transformación...?