Autoengaño, el arte de la mentira
“Economía: administración eficaz y razonable de los bienes” o al menos así es como reza en la primera acepción de la RAE. Y no. No estoy hablando de negocios o bueno tal vez sí, depende cómo se mire. Al fin al cabo, el cerebro humano no es más que otro de esos tantos sistemas basados en la economía pura y dura. Está sobrevalorado, el cerebro me refiero.
Cuestión de mucho ruido y pocas nueces supongo. A la hora de la verdad, a la hora de enfrentar el más ínfimo contratiempo, toda nuestra materia gris lo único que hace es quedarse con la interpretación de los hechos que menos esfuerzo requiere. Economía. Lisa y llanamente. Ahorro de energía. Ahorro vital de energía. Sencillamente se impone la conservación de la existencia. Y cuanto más liviana sea, mejor.
Supongo que después de todo es mucho más fácil entender la vida de esta forma. No obstante, hay algunas cosas en las que disiento con la Academia, Dios me perdone. O al menos lo veo difícilmente aplicable a los seres humanos. Lo sé. Acabo de llevar todo el asunto al terreno personal. Soy consciente de ello, no se crean. Pero, aunque me meta ahora de lleno en el campo de las consideraciones personales, sé que muchos convendrán conmigo en dejar en cuarentena aquello de “eficaz y razonable”. A veces merece la pena complicarse un poco la vida. Será cuestión entonces de elegir bien nuestras batallas.
Sea como fuere y volviendo al terreno de los hechos, el arte del autoengaño es eso, todo un arte. Pongamos un ejemplo. Cuestionar nuestros trabajos, nuestras parejas, nuestras vidas y tomar la decisión de cambiarlos en caso necesario o de modificarlos en las partes que necesiten ser modificadas, se hace muy cuesta arriba. El hombre es un animal de viejas y rancias costumbres. Tener el valor y el coraje de afrontar la vida con honestidad tiene un precio alto. Muy alto. Y es por ello por lo que muchos tienden a quedarse tal como están; simple y llanamente por el precio tan alto a pagar que supone el cambio. De esta manera, el cerebro se dice algo así como “no está tan mal; sigo tal como estoy”. La opción contraria implicaría un esfuerzo muchísimo mayor, eso sí, de mayor provecho y evolución personal, pero qué demonios, si estamos en la era del conformismo atolondrado; estamos en la sociedad del individuo desorientado, incapaz de localizar y mucho menos fomentar bases estables de referencia sobre las que apoyarse y construir. Últimamente le estoy pidiendo peras al olmo.
Como entenderán, autoengañarse no es más que mentirse a uno mismo y autoconvencerse de que situaciones poco provechosas son adecuadas, cuando en realidad no lo son. Transformamos la realidad para que nos sea más conveniente, para que nos sea más fácil sobrellevarla, para poder aceptarla. Y por eso se escoge la opción más fácil, aunque no sea la más acertada. El cerebro sólo aplica la ley de la economía según costes y beneficios. Caminos más sencillos, con menos esfuerzos y sacrificios, además de ser más cómodos también son más tranquilos y asequibles. Y eso parece que da cierto confort al individuo. Ahora bien, habría que tirar un poco más de la manta para ver si esto es auténtico confort.
Lo que está claro es que éste es un mecanismo propio del ser humano y que lo usa para adaptarse a las situaciones diarias donde la realidad difiere bastante de las expectativas. Entiendo que afrontarse uno a sí mismo diariamente supone un desgaste emocional muy fuerte y continuado que pocos están dispuestos a asumir. Tendemos a rechazar todo pensamiento disonante de nuestras acciones por el malestar interior y la tensión que todo ello genera. Y hasta tal punto esto es así que, en muchas ocasiones, tendemos incluso a cambiar nuestra forma de pensar para que encaje con nuestras acciones. Lo cual no deja de sorprenderme.
Mi mente sólo entiende la aceptación de uno mismo, de sus sentimientos y de sus emociones. Sin ambages. Sin engaños. No debemos entorpecer nuestro crecimiento personal, sino muy al contrario, favorecerlo y abrazarlo una vez entendido. Se trata de cumplir un compromiso de sinceridad con uno mismo; ¡qué menos! Y es que no se trata de ser perfectos, pero sí de ser mejores.