El cambio interior
A veces veo tan diáfano que ni yo misma me lo creo. Supongo que a eso se le llama iluminación o tal vez inspiración. No estoy segura. El caso es que la luz y el color son intensos en mi mente, pero no llegan a cegarme, sino que me aportan la claridad y la nitidez suficiente y necesaria para seguir adelante en los momentos más cruciales, pero con un aire diferente, renovador, mágico.
Soy de las que abraza profundamente el cambio, de esas que no temen que la torre se caiga y se desmorone, quizá porque en mi fuero interno sé que hasta la noche más oscura tiene sus días contados y que, después de esa temida caída, sólo queda la transformación, la evolución, la bendita renovación.
El cambio es constante, incesante, innegable. Y más con los años. Uno no puede evitar ver las cosas con perspectiva y con más sabiduría (gracias a Dios). En alguna parte, en alguna página de algún libro estoy segura de que existe esa ley escrita que dice que, dada una cantidad justa y adecuada de tiempo, todo muta y cambia de una forma u otra.
Y bien visto, supongo que sí, que la vida va de eso, de descubrirse uno a sí mismo metamorfoseando a través de las circunstancias, de los acontecimientos, de las relaciones y de ese sinfín de avatares por las que toda persona pasa a lo largo de su camino. Entiendo que es en ese caos cuando verdaderamente uno sabe quién es, qué quiere, cómo lo quiere y, sobre todo, de qué pasta está hecho. Y si les digo la verdad, eso me encanta. Es como el ave fénix que resurge de sus cenizas una y mil veces pero con colores más brillantes, más hermosos aún. Todo un espectáculo. Seguro que me entienden.
El cambio interior, el verdadero cambio interior, es un glorioso proceso adaptativo de nuestra mente. Básicamente se trata de una adecuación o de una acomodación de la persona al cambio que surge sí o sí. Como este cambio se da en el plano de la realidad que uno conoce, a la mente no le queda más remedio que acompañar y adaptarse. Así surge lo que vulgarmente llamaríamos “un nuevo yo”. Y a pesar de los miedos y de las infinitas resistencias que surgen frente a esa mutación, siendo honestos, al final no queda más remedio que abrazar el acontecimiento y aceptar todas sus bendiciones. Porque las tiene. Y muchas. Aquí, cualquiera de cierta edad diría eso de “no hay mal que por bien no venga”. Y estoy con él.
No puedo obviar el hecho de que el proceso es costoso -física y emocionalmente-, así como doloroso y hasta pesado en muchas ocasiones. Pero como casi todo en el ser humano. Y sinceramente, después de todo creo que merece la pena, que es un recorrido necesario para la propia evolución personal. Además, los cambios son en sí mismos un maravilloso acto de valentía y honestidad. Algo de lo que estar orgulloso. Se necesitan agallas y grandes dosis de arrojo para enfrentar los cambios y todo lo que ello conlleva: miedo, incertidumbre, angustia, tensión...
Si aprendemos a ser flexibles y llegamos a entender que todo en la vida se transforma y que todo cambia como parte inevitable de nuestra propia existencia y de nuestra propia naturaleza, entonces dejaremos de ver los cambios como esos horribles e insuperables obstáculos cuya única pretensión es desbaratar nuestros planes. Sólo así alcanzaremos una auténtica libertad, porque entonces seremos conocedores de que, pase lo que pase, tendremos el coraje suficiente como para afrontarlo y no sólo eso, sino para disfrutar del proceso y ver la nueva versión de uno mismo al final de ese camino. ¿Y acaso no es eso memorable?