La moderna pulsión de muerte
Para los psicoterapeutas y psicoanalistas, una pulsión hace referencia a esa carga de energía que todos poseemos en nuestro interior y que nos lleva hacia un objetivo determinado. Dicha energía sólo consigue liberarse cuando se obtiene o se consigue el fin u objetivo perseguido. Es decir, una pulsión es la descarga en sí de esa energía, de esa acción que nos dirige como autómatas hacia un propósito determinado y más que formado en la propia mente del hombre, que la lleva dentro una vez la ha concebido, consciente o inconscientemente.
Básicamente, la pulsión es uno de los elementos más ancestrales que podemos encontrar en la configuración de todo ser humano: los impulsos y las tendencias más instintivas, esas que no se calman o no encuentran consuelo hasta que no se consigue la meta propuesta, aumentando así el deseo interior por ello.
Como ya insinuó Freud en su momento, allá por el año 1920, existen otros impulsos que también mueven a los seres humanos más allá del principio del placer que se supone se alberga en todo hombre. Y es que, a priori, resulta lógico pensar que cualquier individuo quiera abrazar aquellas experiencias que potencien precisamente el placer, o al menos, aquellas situaciones donde no exista dolor, lo cual también es sinónimo en cierta forma de complacencia.
Sin embargo, Freud fue un poco más allá y advirtió un fenómeno que, sinceramente y a la vista de las circunstancias, creo que estuvo más que acertado. Y es que al mismo tiempo que existe una pulsión hacia la vida y hacia el placer, existe también su opuesto: una pulsión de muerte. Esto quiere decir que, en lo más profundo de cada ser humano, en los corazones de los hombres, existe una cierta tendencia a la destrucción o a la autodestrucción.
Difícil de aceptar en principio, pienso que dicha idea está más que demostrada en la sociedad actual. No tenemos más que considerar ciertas situaciones que, aunque damos muchas veces por “normales”, en realidad no lo son; el alcohol, las conductas de exceso, las drogas o los deportes de riesgo por citar sólo algunos ejemplos más comunes, son patrones típicos de autodestrucción, pues a pesar de las numerosas advertencias sobre su peligrosidad, en nada ha disuadido esto al ser humano de su consumo o realización.
Esta moderna sociedad nuestra tiene un ejemplo más reciente y potente aún si cabe: la pandemia que estamos viviendo y en la que estamos empezando a vislumbrar algunos rayos de luz al final de tan oscuro túnel. No obstante en su peligrosidad y en el conocimiento y recordatorio fijo y constante de la misma, encuentro comportamientos diarios de muchas personas que piensan que a ellos nunca les atrapará, tratando así de esquivar o más bien “burlar” y reírse de la propia pandemia, retando y desafiando los límites de la cordura. Estas personas parecen rechazar la idea de que a ellos y a los suyos pueda sucederles nada. La cara b de todo esto es la puesta en peligro del otro, ese otro que sí se aferra a la vida, a la maravillosa idea de placer, y como diría Freud, a la eterna pulsión de vida.
Parece que la pandemia en sí no es más que otro paradigma y otro arquetipo propio de la época que estamos viviendo. Lo más impactante de todo es saber que esta pulsión de destrucción nos acompaña aun sabiendo que somos seres racionales, lógicos y supuestamente razonables. Por ello, no puedo dejar de sorprenderme al ver las conductas de estos últimos días en los diferentes países una vez empezadas a levantar las duras medidas a las que nos hemos visto sometidos todos estos días atrás. Parece como si esos días ya no contaran, estuvieran en una lejanía de la que muchos parecen no acordarse ya, o será simplemente que siempre hubo quien jugó con fuego sin importarle quién, cómo ni dónde. Sin importarse ni siquiera a sí mismo. Me pregunto qué se ha roto en nuestro interior que parece no haber vuelta atrás, y sobre todo me pregunto qué momento crucial fue ese que se dejó pasar por alto como si nada. ¿Habrá vuelta atrás? ¿Habrá redención...?