¿Dónde está la empatía...?
Eso de ponerse en lugar del otro, sinceramente, en esta época, no lo veo. No porque no quisiera o porque no haga falta. Hace falta empatía y a raudales, sino porque parece que es algo que no va con el ser humano moderno. Y es que para hacer verdadera gala de ella, primero debemos prestar toda nuestra atención a ese otro ser que nos la pide o que, sin pedirla, no le vendría nada mal que se la ofreciéramos.
Escuchar al otro, me refiero a escucharlo de verdad, con el corazón, silenciando nuestra mente, sin juzgarle y sin querer parecer que lo sabemos todo cortándole la palabra antes incluso de que termine sus argumentos, es el primer paso para ponerse en la piel del otro y desarrollar una auténtica empatía y, la verdad sea dicha, ¿alguien ha visto algo similar no ya estos últimos tiempos, sino en las últimas décadas? Exacto. Desgraciadamente no, o de forma muy escasa y en contadas ocasiones.
Resulta que no dejo de asombrarme con la cantidad de cualidades positivas y beneficiosas para el grupo en general y el individuo en particular, que todo ser humano lleva dentro y que, con poco que hiciera, podría desarrollar para el provecho y el lucro de todos y que, no obstante, por motivos que todavía hoy sigo analizando y sopesando, no llegan esos buenos sentimientos y esas buenas cualidades a despegar del todo en los corazones de los humanos. Curioso.
Dejando atrás los problemas más serios por los que un individuo no pueda desarrollar la empatía a lo largo de su vida, y me refiero a cuadros neurológicos y psicológicos importantes o vivencias afectivas duras en la infancia, en líneas generales y tal como está la situación en la actualidad, me arriesgo a decir que, entre otros muchos más motivos y factores de confluencia, esta ausencia global de empatía proviene de un desinterés general por el otro, acaecido por la tremenda avalancha de situaciones traumáticas, dolorosas y sobrecogedoras a las que venimos asistiendo desde hace años y años, de tal modo que nuestro cerebro ha llegado a su punto álgido, saturándose de procesar una y otra vez las mismas o muy similares imágenes de calado impactante, de tal manera que apenas le hacen efecto ya. Así, lógicamente, es muy difícil empatizar con el que sufre. La realidad supera sobradamente la ficción, y tanto lo ha hecho en los últimos tiempos, que ha sobrepasado su propio poder para agitar lo necesario nuestras mentes, nuestros pensamientos y nuestras conciencias y así poder hacer algo al respecto.
Todo ello ha hecho sin duda que el ser humano se vuelva cada vez más y más egoísta. Ya no hay tiempo para escuchar al otro, para escucharlo realmente. Cómo le vamos a prestar atención al otro. Antes de eso, mucho antes, hay que buscar trabajo, llevar el plato de comida a la mesa todos los días, criar a los hijos, hacer deporte para mantenerse activo e intentar parecer estupendo o al menos ocultar el calvario por el que se está pasando, y todo ello sin dejar de lado las redes sociales, donde hay que subir la última foto que haga parecer que la vida de uno es maravillosa. Aunque un momento. No estoy muy segura de si el orden es ese que acabo de mencionar o empieza a la inversa…
Hoy, mientras comes, la tele está puesta de fondo dejando resonar con un eco o un murmullo casi infumable las barbaridades más atroces cometidas en los últimos días, pero ya no importa. Hemos llegado a nuestro límite. La sociedad ha llegado a unos niveles de cansancio emocional insospechados, inimaginables. ¿Y ahora qué? ¿Ahora qué pretendemos? ¿Qué algún vecino te preguntara en plena pandemia si te hacía falta algo del supermercado que ya iba él? Por favor, no me hagan reír que el tema es serio.
Todo está pasando tan rápido en la sociedad esta que hemos creado, bueno, que han creado los de los intereses económicos y políticos, y el resto nos hemos tenido que ver arrastrados porque era eso o salirse del sistema, con las consecuencias que ya sabemos todos, que apenas tenemos tiempo para asumirlas, interiorizarlas y poder hacerles frente. Con ello, nos estamos llenando de miedo, inseguridades ante el cambio y por ende de estrés y traumas. Tengo miedo de que hayamos perdido casi del todo o estemos a punto de perder ese sentimiento de entender y compartir el dolor ajeno, pues eso implicará el haber dado un paso atrás como individuos, como humanos, como personas. Y sinceramente, quiero el resto de mi vida entre personas, no entre autómatas.