La gran clave es prevenir y cuidar nuestro sistema inmunitario
Algunos expertos aseguran que los estragos de la Covid-19 durarán años, ya sea de manera directa, mediante la presencia y los efectos del actual coronavirus u otras variantes futuras, o indirecta, afectando gravemente a nuestra forma de vida en el ámbito social, laboral, económico... Sin embargo, por más duro y penoso que resulte todo, no nos queda otra que resistir y levantarnos, pero procurando aprobar la lección correspondiente a la prevención, lección que, una vez más, se ha suspendido en todos sus niveles.
Tal como expliqué en mi anterior artículo Superficialidad, el caldo de cultivo de nuestros grandes males, se ha normalizado el hecho de que cada año mueran 40 millones de personas en el mundo debido a las enfermedades del bienestar (el equivalente al 70% de muertes en todo el mundo). Y, los que no mueren (que son aún muchos millones más), sufren estas enfermedades en formato crónico (lo que es considerado un éxito médico porque así alargan la vida), polimedicados y convertidos en pacientes de riesgo. Trastornos pulmonares, metabólicos, autoinmunes o inflamatorios, enfermedades como la diabetes, Alzheimer, cáncer..., forman parte de este siniestro grupo de enfermedades del bienestar, en el que destacan los trastornos cardiovasculares como primera causa de muerte a nivel mundial.
Respecto a estos últimos, el eminente cardiólogo Valentín Fuster, en su libro "La ciencia de la salud", reflexiona sobre la paradoja que supone que se esté incrementando el número de fallecimientos por trastornos cardiovasculares cuando la medicina dispone de mayores conocimientos y mejores tratamientos que nunca. Afirma que esto refleja el fracaso de la prevención. Un fracaso que bien puede extrapolarse al resto de las enfermedades del bienestar.
Pero hay otra gran paradoja. Reputados médicos y altos responsables sanitarios de todo el mundo han afirmado y reconocido repetidamente en diversos foros internacionales, que la mayoría de las enfermedades del bienestar son evitables mediante la adopción de hábitos más saludables, especialmente nutricionales y ejercicio físico. Sin embargo, a pesar de saberlo, cada vez se medica más a la gente en lugar de tratar de cambiar y mejorar sus hábitos de salud. Como consecuencia, se mantiene a una gran parte de la población en una situación proinflamatoria permanente como si fuera algo normal e inevitable, convirtiéndolas en personas de riesgo, pasivas y sometidas al control y la dependencia farmacológica, cuando en realidad, en su mayoría, podrían mejorar y rebajar su condición de personas de riesgo. Si se actuara preventivamente ante esta situación crónica generalizada, mejorando el nivel real de salud general de la población, no se acabaría con la Covid-19 directamente, pero habría menos enfermos (sintomáticos) y, por supuesto, muchos menos muertos.
El problema comienza con los hábitos nutricionales erróneos y perjudiciales que, en general, se han instalado en nuestra sociedad, los cuales van provocando una insidiosa toxicidad y acidificación del organismo. Si además de ello, se une una falta de ejercicio que impida una desintoxicación compensatoria, se van originando diversas reacciones defensivas (inflamatorias) del sistema inmunitario.
Si esos hábitos poco saludables se mantienen durante un tiempo o intensidad excesivos, entonces las reacciones inflamatorias comenzarán a provocar síntomas y problemas progresivamente más graves y complejos (en forma de trastornos o enfermedades). De persistir, llegará un momento en el que las propias defensas, en lugar de luchar solo en batallas puntuales, se encontrarán constante y compulsivamente en guerra, llegando incluso a tener serias dificultades para distinguir las moléculas amigas de los enemigas. Es, en ese momento, cuando el organismo se sume ya en una situación proinflamatoria permanente, con diferentes síntomas según cada caso, y tomando la forma de alguna de las enfermedades del bienestar, especialmente de carácter autoinmune.
Aquí tendremos ya instalados los famosos factores de riesgo, que convierten al SARS-CoV-2 en una mortífera arma para quienes los padecen, ya que este virus se ceba, especialmente, en personas mayores cuyos sistemas orgánicos están más debilitados, ya sea por la propia edad o por enfermedades crónicas, y en aquellas otras personas que no siendo demasiado mayores, sufren también algunas de las enfermedades del bienestar, y que los ha convertido en pacientes de riesgo.
Nuestro sistema inmunitario permite defendernos de los innumerables organismos infecciosos e invasores que, a lo largo de nuestra vida, entran en contacto con nosotros, existiendo diversos niveles y mecanismos específicos que, estratégicamente, se activan según las necesidades. Las inmunoglobulinas o anticuerpos, los linfocitos B o T, los macrófagos..., de los que hemos oído hablar mucho últimamente, forman parte de ese amplio arsenal de respuesta defensiva que disponemos. Sin embargo, suele considerarse que la base de la respuesta inmunitaria la constituyen las citoquinas, unas proteínas que actúan como mediadores capaces de activar dicha respuesta.
Uno de sus cometidos más fundamentales consiste en regular el mecanismo de la inflamación, existiendo citoquinas inflamatorias y citoquinas antiinflamatorias, aunque algunas contienen ambas funciones al mismo tiempo. Su sobreestimulación o el exceso de citoquinas inflamatorias, puede favorecer la aparición de ese mortífero síndrome llamado tormenta de citoquinas, el cual, se ha comprobado que, en general y salvo excepciones, es el que realmente mata a los pacientes graves, y no el virus en sí directamente. Se trata de una exagerada reacción del sistema inmunitario, con unos efectos inflamatorios y trombóticos muy acentuados, que puede dañar la mayor parte de los órganos vitales, especialmente los pulmones, que es donde se produce una mayor exposición. Es decir, son nuestras propias defensas las que nos matan. Un proceso paradójico parecido al de las enfermedades autoinmunes (patologías que están comprendidas en el grupo de las enfermedades del bienestar).
Por lo tanto, la evidente relación entre las enfermedades inflamatorias crónicas previas (factores de riesgo) y una mayor vulnerabilidad a los efectos del coronavirus, evidencia también que el objetivo preventivo fundamental (incluso terapéutico, considerado como prevención terciaria), debería ser mejorar los hábitos de salud para evitar la situación proinflamatoria de las enfermedades del bienestar, mejorando así la situación inmunitaria previa del organismo y su respuesta a la infección, modulándola, y facilitando que el sistema inmunitario pueda realizar positiva y eficazmente la función defensiva para la que fue creada, y no para volverse en nuestra propia contra con procesos inflamatorios descontrolados.
En el artículo que escribí a principios de la pandemia, titulado Consejos naturales en tiempos de pandemia, ya explicaba qué hábitos de salud había que mejorar y cómo hacerlo, así como la conveniencia de tomar algunos suplementos que ayudaran a reforzar el sistema inmunitario. Sin embargo, hoy voy a terminar incidiendo más concretamente en la importancia de los estados proinflamatorios y las citoquinas. Y resulta que estos dos conceptos están muy relacionados con dos viejos amigos nuestros: el omega-3 y el omega-6.
Como explico en mi libro El quinto cerebro: El modelo de alimentación occidental es, por lo general, abundante en ácidos grasos omega-6, al tiempo que suele ser pobre en ácidos grasos omega-3, provocando un desequilibrio entre omega-6 y omega-3 a favor del primero. Eso origina una mayor presencia de citoquinas inflamatorias y, como consecuencia, una situación proinflamatoria que, si tiene una alta desproporción y se mantiene durante largo tiempo, va deteriorando silenciosamente la salud, promoviendo patologías de carácter inflamatorio y autoinmune, como las cardiovasculares, inflamaciones de colon, de hígado, de las articulaciones, fibromialgia, alergias, psoriasis, diabetes o cáncer (enfermedades del bienestar). Esta relación entre las citoquinas y los ácidos grados omega-3 y omega-6, están comprobadas por cientos de investigaciones científicas que han estudiado su importancia y comportamiento en dichas patologías.
Por consiguiente, cuando la persona mantiene unos hábitos de salud antinaturales y, además, le sobra omega-6 (con efectos inflamatorios) al tiempo que le falta omega-3 (con efectos antiinflamatorios), su sistema inmune estará en situación proinflamatoria y tenderá a reaccionar mediante procesos inflamatorios que, a su vez, facilitarán el desarrollo de trastornos y enfermedades que se convertirán en factores de riesgo. Si esa persona se infecta con el coronavirus, tendrá mayores posibilidades de sufrir una tormenta de citoquinas. Así que, si habéis oído a alguien que recomendaba tomar omega-3 para mejorar el sistema inmunitario, ahora ya sabéis por qué. Pero no olvidéis mejorar vuestros hábitos de salud. Es una gran y fundamental prevención para todos, tengáis la edad que tengáis. Nunca es tarde para cuidarse.