El peso de la mochila emocional
A lo largo de la vida, toda persona acaba teniendo lo que metafóricamente hablando se conoce como mochila emocional. Este concepto sencillamente hace referencia a esa carga intangible pero muy real que aparece en cada una de nuestras espaldas tras las circunstancias y las situaciones vividas. Un lastre que no se ve, pero se siente.
Dicen que el tiempo lo cura todo y uno aprende a descargar o a vaciar esa mochila. Pero yo no estoy de acuerdo con esa idea que me parece rancia y manía. Por mi experiencia y por la ajena, más bien creo que las heridas de ese peso emocional siempre nos acompañan, sólo que de alguna manera aprendemos a vivir con ellas.
Sí. Lo que verdaderamente hacemos es aprender a convivir con ellas de una forma más práctica y realista. Lo cual no implica que no hagan su aparición de vez en cuando en nuestros pensamientos o en el reflejo de nuestros ojos. Lo hacen y a veces hasta más a menudo de lo que uno quisiera. La diferencia reside en esa media sonrisa que aparece en el rostro cuando el recuerdo de lo vivido se asoma por el alma.
Está claro que la mochila pesa, sobre todo a medida que los años van pasando. Acumulamos demasiadas cosas, por dentro y por fuera. Y el que no me crea, que le eche un vistazo a su casa, verá si sobran trastos. No importa que la empresaria Marie Kondo se haya vuelto a desdecir. Será que somos por dentro como somos por fuera, y viceversa.
El caso es que no somos capaces de expresar lo que verdaderamente sentimos de una forma civilizada en el momento correcto. Más bien guardamos rencores, albergamos envidias y no resolvemos los miedos. No nos aceptamos y nos exigimos pensando que así alcanzaremos la cima de no se sabe bien qué montaña, sin recordar -como decía Juan Ramón Jiménez- que no hay prisa, pues a donde verdaderamente hay que llegar es a uno mismo. Qué acertado estuvo y qué poco calado tuvieron tan sabias palabras.
La mochila lleva prácticamente todo lo imaginable: responsabilidades ajenas, traumas infantiles, heridas sentimentales, experiencias no soltadas, recuerdos dolorosos atrapados en el fondo más recóndito del ser... básicamente todo aquello que se debió decir, solucionar y hacer y no se hizo. ¿Y el reflejo de todo ello? Nuestra piel. También nuestras cicatrices (algunas más profundas que otras, claro).
Y es que ¿Qué ser podría levantarse como si nada después de todo lo vivido? Ninguno realmente humano, desde luego. No obstante, mi paso por la tierra me revela abundantes grupos de seres que poseen por encima una especie de capa gruesa oleaginosa que les permite hacer y deshacer. A cambio ni sienten ni padecen. Burdos trozos fríos como témpanos. Una variante del sapiens moderno. Pero no va con ellos estas palabras. No podrían entenderlas. Su mochila es diferente. Pero su peso también.
De los buenos momentos nadie se acuerda. No porque no lo merezcan, sino porque los que duelen son esos que verdaderamente pesan y no permiten el avance. Arremeten cuando menos los esperas, embisten como las olas en las rocas de un amanecer bravo.
Sé que es difícil, coexistir con la mochila no es tarea fácil. Ya lo creo que no y sobre todo viviendo como se vive ahora: a caballo entre un futuro incierto y un pasado no superado acechando. Pero tampoco es imposible, de hecho seguimos avanzando y cada día amanece de nuevo. Podemos, como decía al principio, convivir con ello de una forma pacífica y serena.
La cuestión es cómo hacer de esa mochila una situación fácil, entendible y aceptable para nosotros mismos, sin que la actitud hacia las nuevas posibilidades se vea truncada por la experiencia pasada y por el peso de lo vivido. Por ello, evalúa a menudo lo vivido, lo experimentado. Perdona y acepta los errores cometidos, no te exijas desmesuradamente, reconoce tus fallos y encuentra ahí dentro la mejor versión de ti mismo. ¿Acaso no mereces tu propia redención?