Amor, “cruz y delicia”
Que el amor mueve montañas es un hecho innegable. Así ha sido y sin lugar a dudas pienso que seguirá siéndolo hasta el fin de los tiempos. No creo que exista nadie que realmente cuestione el hecho de que bajo su ondeante y hermoso blasón, miles de historias de todo tipo han tenido su lugar y seguirán teniéndolo. Algo hay en la palabra amor que es simplemente pronunciarla y sentir la evocación de miles de sueños, pasiones, deseos y anhelos.
Tampoco creo que exista sentimiento más potente que este. Sólo el amor es capaz de accionarnos y de poner en marcha todos nuestros motores de las más insólitas e insospechadas maneras.
El amor nos arrebata, nos desalma y nos desarma, y aún no tengo muy claro si es el medio o el fin en sí mismo, o quizá ambas cosas a la vez. Si somos honestos, hemos de reconocer que la mayor parte del tiempo nos sentimos solos e indigentes en un mundo feroz que nos aprieta cada vez más, y no sé si a veces se convierte en la necesidad de justificar nuestra vida y al mismo tiempo, de justificarnos y explicarnos a nosotros mismos. ¿Acaso no vale infinitamente más la pena vivir la vida sabiendo que eres importante de verdad para otra persona?, ¿sintiendo y experimentando en tu propia piel que no estás solo ni física ni espiritualmente, ni por dentro, ni por fuera, solo porque tu vida llena totalmente de sentido otra existencia humana? Y por ende la tuya, claro.
Sin querer ponerme demasiado metafísica, parece que en la complejidad de su comprensión nuestras vidas encuentran sentido: el amor es pregunta y respuesta al mismo tiempo, te obliga, te empuja, te incita, te mueve, te revuelve, te hunde en la más tiránica desdicha o te llena de la más absoluta fuerza, valor y coraje.
No lo digo yo. Se me adelantaron y bastante. Lo resumió Verdi muy bien cuando dijo aquello de que el amor es “cruz y delicia”. Será que el amor, en cualquier época de la historia, no ha sido fácil. Amar no es fácil o al menos no lo es siempre. Será también que no todos los amores mueven las mismas montañas, ni con la misma intensidad, ni por las mismas razones. Como todo, depende del interior de la persona, de sus verdaderas motivaciones y de cómo la persona defina el propio concepto en sí mismo. En cualquier caso, lo que sí queda claro es que el ser humano necesita la experiencia del amor, y además necesita no sólo darlo, sino también recibirlo. Nuestra doble experiencia más vital e irremplazable. Nuestra experiencia más única, esencial y necesaria.
Y entonces, si esta experiencia es así, si el amor es tan necesario y sabemos que lo es, y no me refiero a los amores de adolescentes o juveniles, que también lo son en cierto modo, sino al amor (entiéndase bien esto que digo a continuación) “serio o maduro” por tratar de diferenciarlo de esos prematuros en los que no hemos tenido el tiempo necesario ni para conocernos a nosotros mismos, ¿cómo es posible que tardemos tanto en dejar que nos inunde, en ponerlo en práctica, en rendirnos a su experiencia con el más puro de los corazones y la más abierta de las mentes? ¿Qué tan reticente es el ser humano a entregarse por completo a tan hermoso e irremediable sentimiento?
Echando un vistazo al mundo exterior por la ventana a la que mi escritorio da a parar, creo que -con pena- en mi fuero interno sé la respuesta. Y sé que sí, que muchos se han hecho resistentes al amor, a su experiencia y a su intensidad por miedos absurdos, temores infundados y corazones estrechos. Pero yo, que trato de vivir en armonía con la mente y el corazón, me quedo y adapto a mi conveniencia y a esta época que me ha tocado vivir, la más bella experiencia de la existencia, “y en el atardecer de la vida, ya me examinarán en el amor”...