Mi hijo me pega, ¿qué puedo hacer?
La violencia de los hijos hacia los padres no empieza de un día para otro. Normalmente, la agresividad se gesta en la infancia con las típicas pataletas del niño que quiere conseguir que sus padres le compren alguna cosa. Si el niño se sale con la suya y los padres ceden a su capricho, éste aprende que las rabietas son una manera de control de sus padres. El niño piensa: "Basta con que me ponga a gritar en plena calle o me tire al suelo, para que mis padres me compren la bolsa de chucherías que tanto quiero".
Si los padres no corrigen esta conducta y no ponen los límites adecuados, el niño crecerá pensando que la agresividad es un mecanismo de control y de poder sobre sus padres, con lo que esta violencia irá a más, convirtiéndose en gritos, insultos, amenazas, puñetazos, rotura de objetos,... y llegados a la adolescencia, los padres tendrán más dificultades para reconducir la situación.
Si esto sucede, no podemos quedarnos de brazos cruzados. No podemos ni normalizar ni justificar la agresividad. Desde hace unos años, las agresiones de los hijos hacia los padres han aumentado de manera alarmante, tanto en los casos que llegan a denunciarse como en los supuestos en que las familias piden ayuda a los profesionales.
Cuando las agresiones se repiten
Cuando las agresiones son reiteradas, bien sean físicas (golpes, empujones, rotura de objetos,..) como psicológicas (insultos, gritos, humillaciones,...) estamos ante una situación de violencia filio parental que tiene que reconducirse con ayuda especializada, antes de que acabe en una denuncia en Juzgados de Menores o en una situación irreversible.
Cuando la violencia filioparental se cronifica en la familia, la relación entre padres e hijos se deteriora notablemente. En muchas ocasiones, los padres viven atemorizados por las constantes agresiones de sus hijos y la convivencia se hace imposible, se rompe la comunicación y la confianza y afloran los sentimientos de resentimiento, de vergüenza y de culpa. Los padres no entienden qué es lo que ha sucedido y se preguntan en qué han fallado, perdiendo la confianza en sí mismos como padres y sintiéndose impotentes ante la situación.
En algunos casos, detrás de esta violencia existe una consumo de sustancias o un trastorno mental que debe ser atendido por profesionales especializados. Pero, en otros muchos, se trata de familias bien estructuradas y con un nivel socioeconómico medio o alto.
¿Entonces qué explica esta agresividad? Los profesionales especializados en violencia filio parental coincidimos en que si bien hay muchos factores que explican este aumento de la agresividad de los hijos hacia los padres, existe un denominador común que es el cambio en el modelo educativo. Hemos pasado de un modelo autoritario caracterizado por el “aquí se hace lo que yo digo y punto”, a un modelo horizontal con unos padres excesivamente permisivos y sobreprotectores, con una ausencia de límites claros y con la tendencia a que los padres quieren ser amigos de sus hijos.
¿Qué pueden hacer los padres ante las agresiones de sus hijos?
Si nuestro hijo empieza a tener conductas agresivas, tenemos que actuar de inmediato para evitar que la situación empeore y la violencia vaya a más.
1. Establecer límites.
En primer lugar, los padres tienen que consensuar unas normas y límites claros y bien definidos que el hijo o la hija debe cumplir.
2. Educarles en la responsabilidad.
Tenemos que enseñar a nuestros hijos que sus decisiones y actos tienen consecuencias. Por tanto, si no cumplen las normas establecidas, tendrán que asumir las consecuencias fijadas de antemano. Por ejemplo: “Si no recoges tu habitación, no irás al cine”.
3. Darles autonomía.
En función de su edad, les daremos responsabilidades en casa como por ejemplo, recoger los juguetes, ayudar a poner la mesa, recoger su habitación,... Así les trasmitimos que confiamos en ellos y les ayudamos a desarrollar la seguridad en sí mismos y un sentimiento de sentirse capaces.
4. No discutir con nuestro hijo cuando esté violento.
Cuando nuestro hijo está agresivo, no podemos dialogar con él. Solo podemos evitar que se haga daño a si mismo o a nosotros. Es mejor esperar a que se tranquilice, y después, hacerle ver el daño que causa su comportamiento.
5. Como padres tenemos que evitar la violencia.
Aunque nos cueste tenemos que mantener la calma y evitar gritarle, insultarle o pegarle. Si lo hacemos, ellos entenderán la agresividad como una manera normal de relacionarse.
6. Hacerle saber a nuestro hijo que le queremos.
Es importante no confundir el Ser con el Hacer. Tenemos que transmitirle a nuestro hijo cuanto le queremos, felicitarle por las cosas que hace bien, decirle los aspectos de su personalidad que nos gustan y lo orgullosos que nos sentimos ante los logros que consigue.
Si queremos modificar un comportamiento agresivo o una conducta que consideramos inapropiado, no podemos utilizar frases como: “Es que no te aguanto” o “Eres un desastre. Todo lo haces mal”. Así solo conseguiremos empeorar la situación y aumentar el conflicto. Por el contrario, señalaremos la conducta que queremos modificar.
7. Pasar tiempo con nuestro hijo.
Hacer actividades juntos, hablar, interesarnos por sus cosas, por sus amigos, por sus aficiones,... Tenemos que hacerle saber que él es alguien importante para nosotros y que le queremos.
8. Ayudarle a expresar sus emociones de manera positiva y a controlar su impulsividad.
Podemos ayudarle a relajarse, a contar hasta 10 antes de responder o de actuar y también a poner nombre a las emociones que siente y a poder expresar con palabras lo que le está pasando o lo que necesita.
¿Y si los padres se sienten desbordados?
Si la agresividad ha llegado demasiado lejos y los padres no saben qué hacer, deben acudir a un profesional que los ayude, no pueden acostumbrarse o resignarse a vivir con miedo a su hijo. La violencia filio parental puede reconducirse y la familia puede recuperar la tranquilidad y una convivencia satisfactoria.
Con las técnicas del Análisis Transaccional, se trabaja tanto con el hijo como con los padres, dándoles herramientas para gestionar los conflictos, ayudándoles a expresar sus emociones de manera no violenta y reforzando el papel educativo de los padres, empoderándoles y devolviéndoles su autoridad para que puedan poner límites claros y bien definidos.